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Foto: Renzo Olivieri / Flickr

El Uruguay de la derecha

Un observador poco atento podría sorprenderse al leer esto. ¿No era Uruguay sinónimo de progresismo? ¿El país de la marihuana y el aborto legal, de la legislación laboral y la «democracia plena»? La asunción del nuevo gobierno, una coalición de derecha y centroderecha, encuentra a la izquierda uruguaya debilitada y confundida. Pero ello no quiere decir que esté derrotada.

Uruguay está entrando en un nuevo momento político. Después de quince años de gobierno del Frente Amplio, el país es gobernado nuevamente por la derecha, mientras atraviesa una profunda crisis económica y social desencadenada por los efectos de la pandemia de coronavirus, pero muy agravada por las medidas de ajuste del nuevo gobierno.

Mal que le pese a muchos uruguayos, acostumbrados a pensar a su país como una isla fuera de América Latina, no hay en esto nada raro. ¿Por qué Uruguay va a ser ajeno a la ola reaccionaria que recorre el continente, si no fue ajeno tampoco a las revueltas de los años sesenta, a las dictaduras de los setenta, el neoliberalismo de los noventa o los gobiernos de izquierda de la década del 2000? La derrota del Frente Amplio en Uruguay se parece, en algunas cosas, a las derrotas de otras izquierdas latinoamericanas. Pero también tiene sus propias especificidades y, tanto para comprenderlas como para pensar lo que vendrá, es necesario volver la vista hacia atrás.

¿Por que perdió el Frente Amplio?

El Frente Amplio no es un partido de izquierda. No se define a sí mismo ni como un partido, ni como de izquierda. En sus documentos fundacionales, eligió autodenominarse como una «coalición» (entre comunistas, socialistas, demócrata-cristianos, batllistas e independientes, a la que luego se sumaron los tupamaros) y como «movimiento» (organizado en comités de base locales abiertos a cualquiera).

Ideológicamente se declaró «nacional, progresista, democrático, popular, antioligárquico y antiimperialista». Nació en 1971, como un lugar de encuentro entre la izquierda de orientación socialista con corrientes desarrollistas y nacional-populares, luego de un proceso de creciente organización popular y radicalización política durante los años sesenta.

El contexto de aquellos tiempos era de un creciente autoritarismo. La izquierda fue brutalmente perseguida por la dictadura (1973-1985). Pero sobrevivió, y entre los ochenta y los noventa pasó de la resistencia antiautoritaria a la resistencia antineoliberal. La lucha de los jubilados para proteger sus ingresos, de los estudiantes por mayor presupuesto y contra las reformas neoliberales y de los trabajadores para defender a las empresas públicas de los intentos de privatización fueron los ejes de la resistencia al neoliberalismo en los años noventa. Mientras tanto, el Frente Amplio crecía electoralmente a partir de la estrategia de «correrse al centro» y de una política de alianzas amplia. La relación entre la resistencia antineoliberal y el Frente Amplio fue, al mismo tiempo, virtuosa y conflictiva.

En 2002, una crisis financiera causada por la desregulación y por una estafa de banqueros amigos del poder político, y agravada por la política de ajuste del gobierno neoliberal de Jorge Batlle, terminó de quebrar los consensos del neoliberalismo uruguayo. El Frente Amplio, que hasta entonces tenía problemas para trasponer las fronteras de Montevideo y de sus sectores tradicionales de apoyo en la clase obrera organizada y los intelectuales, pudo penetrar en sectores rurales, populares urbanos e incluso empresariales. En 2005 ganó las elecciones, obteniendo mayorías parlamentarias y llevando a Tabaré Vázquez a la presidencia. Su acceso al gobierno vino determinado por dos mandatos: sacar al país de la crisis y cambiar el modelo económico.

Ahí empieza la parte más conocida de la historia. Ya en el gobierno, se crearon nuevas políticas sociales, se aprobaron leyes laborales que favorecieron la organización de los trabajadores y la mejora de sus salarios, y se aumentó la cobertura de los sistemas de salud y seguridad social. A ello se sumaron las leyes de la llamada «agenda de derechos»: la legalización del aborto, de la marihuana, el matrimonio igualitario y la Ley Trans. Estas políticas fueron posibles gracias a la militancia del movimiento sindical, estudiantil y de un conjunto de organizaciones agrupadas tras la «agenda de derechos». La relación entre el gobierno frenteamplista y esta militancia, aunque estrecha –muchos de los militantes eran frenteamplistas–, también fue en muchos momentos conflictiva. Entre los conflictos más resonantes se destacan el veto de Tabaré Vázquez a un primer intento de legalizar el aborto en 2008 (la legalización se aprobaría finalmente en 2012), el intento de Vázquez de firmar un TLC con Estados Unidos, las dificultades para juzgar a los criminales de la dictadura (tema estrechamente relacionado a la política militar de los gobiernos frenteamplistas) y el conflicto de la educación de 2015.

Los gobiernos frenteamplistas significaron tiempos conflictivos y contradictorios, pero también fecundos. El Frente Amplio ganó dos veces más: en 2009, con José Mujica como candidato, y en 2014 nuevamente con Tabaré Vázquez. Todo esto sucedía mientras muchos otros países latinoamericanos experimentaban sus propios giros a la izquierda.

El telón de fondo de este proceso fue un largo período de crecimiento económico apoyado sobre los altos precios de las materias primas de exportación producidas en el campo uruguayo. La propiedad de la tierra, en estos años, se concentró y se extranjerizó, expulsando a los pequeños agricultores de sus tierras. El uso intensivo del campo para plantar soja y eucaliptus produjo impactos ambientales cada vez más visibles, sobre todo en la calidad del agua. Las empresas procesadoras de celulosa pasaron a estar entre los principales propietarios de tierra en el país, haciendo «megainversiones» que seducían al gobierno frenteamplista, necesitado de llenar las arcas públicas para desarrollar sus políticas. Buscando promover la inversión, las élites frenteamplistas buscaron agresivamente tratados de inversión y de libre comercio, que algunas veces fueron frenados por la resistencia de las bases del propio Frente Amplio. En busca de crecimiento económico, el gobierno frenteamplista impulsó la ideología del «emprendedurismo» en busca de mejorar la gestión, administró al Estado llenándolo de tercerizaciones y otras formas de empleo precario y, en busca de votos, apostó cada vez más a seguir a las encuestas y el marketing, desalentando la organización de base.

Un dilema empezó a crecer: según la narración frenteamplista, la sostenibilidad de sus logros necesitaba de la continuidad del crecimiento de la economía, y este dependía de la continuidad de la exportación de materias primas, de las «megainversiones», de los tratados y de las políticas de inspiración neoliberal.

Criticar estas políticas, entonces, era poner riesgo los logros. El problema era que las cosas que había que hacer para mantener el crecimiento daban más poder a la clase capitalista y expandían formas mercantiles de organización, dificultando futuros avances de la izquierda. Este dilema se agravó cuando, en la segunda mitad de la década de 2010, se hizo evidente que los altos precios internacionales no se mantendrían, y que no había plata para seguir expandiendo las políticas y los salarios. El Frente Amplio se encontraba en un cruce de caminos: o avanzaba sobre la renta de los grandes propietarios agrícolas, aumentaba los impuestos a la riqueza y se movilizaba para sostener los avances, o intentaba mantener el crecimiento económico para evitar conflictos distributivos, dando aún más beneficios al capital para alentarlo a que haga sus negocios en Uruguay.

Se eligió la segunda opción. Los viejos dilemas entre representar la lucha antineoliberal y conquistar mayorías electorales con un discurso moderado, y entre lograr crecimiento económico y cambiar el modelo económico, reaparecieron. El temor a causar una nueva crisis y, con ella, la derrota electoral, fue lo que prevaleció. Pero la derrota llegó de todas maneras. El contexto internacional ya no era el del «giro a la izquierda».

 

Los otros también juegan

La crisis del progresismo no vino sola. La derecha uruguaya, después de su derrota de 2005, se propuso lentamente lamer sus heridas y reorganizarse intelectual, social y políticamente. Muchas fuerzas aportaron su granito de arena para que esto fuera posible.

Los grandes partidos de la derecha uruguaya son el Partido Colorado y el Partido Nacional (apodado «blanco»). El primero más bien liberal y urbano, el segundo más bien rural y conservador. Los colorados, que gobernaban durante la crisis de 2002, se transformaron desde entonces en un pequeño partido que ronda el 10% de los votos. Los blancos fueron, entonces, los encargados de liderar, primero, la oposición al Frente Amplio y, ahora, el gobierno de derecha.

Los think tanks neoliberales y sus espacios intelectuales se pusieron a la obra. CERES, CADAL, CED e IEEM, las cuatro instituciones afiliadas a la Red Atlas (nave nodriza de las organizaciones neoliberales del mundo), formaron cuadros y pensaron planes de gobierno. Ministros del actual gobierno, como Pablo Da Silveira, Pablo Bartol y Ernesto Talvi (este último tempranamente renunciado) provienen directamente de los circuitos intelectuales neoliberales. Se crearon, además, think tanks específicos, como Eduy21, para promover una reforma educativa neoliberal. Los intelectuales neoliberales se propusieron un trabajo crucial: renarrar la historia de la crisis de 2002 de tal modo que no los dejara tan mal parados. Ahora, la crisis ya no era la culminación de su modelo sino un hecho fortuito, del que nadie tenía la responsabilidad y que, en todo caso, había sido bien manejado por la élite política. De tanto repetirlo, mucha gente lo creyó.

Acompañando este proceso, la clase empresarial dio un salto en calidad en su nivel de organización. En 2016 nació la Confederación de Cámaras Empresariales, que nuclea a empresarios de todos los sectores. Los propietarios rurales también aumentaron su nivel de organización y movilización, creando en enero de 2018 al movimiento Un Solo Uruguay, que organizó varios importantes actos en reclamo de ajuste fiscal y devaluación.

Para complementar a blancos y colorados, en 2019 se fundó un nuevo partido: Cabildo Abierto. Dirigido por militares retirados –muchos de ellos implicados en los crímenes de la dictadura–, cuenta con una orientación nacionalista y ultraderechista. Su discurso se basa en las mismas teorías de conspiración de todas las ultraderechas del mundo, pero articuladas con una reelaboración de la tradición reaccionaria y nacionalista uruguaya. Esto último resultó útil a la hora de disputar adhesiones entre los sectores populares (y también intelectuales), por la zona de frontera existente entre el nacionalismo popular de la derecha y el de la izquierda. Esto explica, por lo menos en parte, por qué Guido Manini, antes de ser el líder de la ultraderecha, había sido ascendido a jefe del ejército durante los gobiernos frenteamplistas.

La confusión de la izquierda fue aprovechada de forma inteligente por la derecha, que logró canalizar en su dirección los descontentos «por izquierda». Los partidos de la derecha se hicieron eco de reclamos ambientales, contrarios a los megaemprendimientos y críticos de la «inclusión financiera». Otra forma en que la derecha permeó entre los sectores populares fue gracias al crecimiento de las iglesias evangélicas pentecostales, que hicieron un importante trabajo de propaganda de sus ideas capitalistas y machistas.

Entrenaron su músculo político intentando –sin éxito– impulsar un plebiscito contra la Ley Trans en 2019, y logaron cierto grado de influencia política (especialmente a través del Partido Nacional que, de todos modos, sigue siendo mayormente fiel a la Iglesia Católica).

La derecha uruguaya, además, estuvo coordinada con las derechas del continente. Celebró (o por lo menos vio con alivio) la victoria de Bolsonaro, deploró la revuelta chilena y puso en el centro del discurso político uruguayo a la crisis venezolana como forma de atacar a la izquierda uruguaya. El Departamento de Estado probablemente hizo también su trabajo, felicitando a través de su embajador al nuevo gobierno uruguayo por haber «avanzado con coraje en su agenda de gobierno».

Así, neoliberales y nacionalistas, capitalistas del campo y la ciudad, evangélicos y militares, formaron una máquina política eficaz, que se expresó en la coalición de cinco partidos (Partido Nacional, Partido Colorado, Cabildo Abierto y los pequeños Partido Independiente y Partido de la Gente) que lograron la mayoría parlamentaria en octubre y la presidencia –con la victoria de Luis Lacalle, heredero de la familia Herrera, viejo clan oligárquico del Uruguay– en noviembre.

El gobierno que formó Lacalle cuenta con una orientación clara. Su agenda gira en torno a la reducción del presupuesto estatal. De ello quedan exentos, claro, militares y policías, porque la herramienta central para llevar a cabo sus objetivos se basa en el aumento de los niveles de represión. El gobierno también se propone aumentar la edad de jubilación, limitar los derechos de protesta y organización sindical, transformar la educación en un mercado, debilitar a las empresas públicas y facilitar el movimiento de capitales.

Las bases de esta agenda ya fueron aprobadas en una super ley de más de 400 artículos, impuesta con mecanismos de urgencia en plena pandemia. En los primeros días de gobierno ya se había concretado una primera devaluación de la moneda, y un decreto de recorte del gasto del 15% en buena parte del Estado. Estas semanas se está discutiendo la ley de presupuesto, calificado por actores del gobierno como un “presupuesto de guerra”.

 

Lo que viene

La crisis ya se siente. Hay cientos de miles de personas paradas, y muchos tienen problemas para cubrir las necesidades más básicas. Las ollas populares son hoy uno de los principales focos de organización social. El movimiento sindical ya ha organizado paros y protestas, y se esperan muchas más. Durante la cuarentena, incluso, se escuchó más de un cacerolazo contra un gobierno que, al fin y al cabo, lleva en funciones apenas unos pocos meses. Nuevas formas de articulación entre movimientos y organizaciones sociales empiezan a emerger.

El Frente Amplio, mientras tanto, estuvo estos meses concentrado en la campaña para las elecciones municipales del 27 de setiembre, luego de las cuales tiene agendada la autocrítica por la derrota de 2019. No se sabe qué pueda salir de este proceso, pero parece claro que va a haber una gran disputa entre la izquierda y el centro sobre el rumbo del Frente Amplio a futuro. Quizás se dé la oportunidad de rediscutir la manera en que se resolvieron los dilemas de estos años.

En muchos espacios se están dando movimientos interesantes, de los que puede nacer algo nuevo. El feminismo se ha transformado en los últimos años en uno de los principales movimientos sociales del Uruguay, y es de esperar que sea en torno suyo que se articule una parte importante de la organización popular de los años que vienen. El ecologismo, mientras tanto, es una incógnita. Sus posturas críticas (con toda razón) del modelo económico frenteamplista limitaron su interlocución con la izquierda, y está por verse qué tanto puedan darse diálogos fecundos en esa interacción. Finalmente, muchos militantes de izquierda se encuentran dispersos en un campo de pequeñas organizaciones, colectivos, medios alternativos y ambientes, de los que quizás salgan otras alternativas.

La izquierda uruguaya está débil y confundida, pero tiene también importantes capacidades organizativas y presencia en todos los rincones de la sociedad. Se debe discusiones importantes, pero tiene con qué darlas. Uruguay cuenta con una larga memoria de lucha, con mecanismos de democracia directa, con una población dispuesta a la defensa de lo público y una gran capacidad de organización. Se vienen tiempos de crisis económica, ajuste, represión y simulacro mediático, pero nada asegura que la derecha pueda avanzar sin encontrar un freno.

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