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Foto: La Vanguardia

Cenit y ocaso de Podemos. ¿Y ahora qué?

Manuel Garí, economista especializado en empleo y transición ecológica y miembro de Anticapitalistas, suma sus reflexiones a esta serie de textos que presentamos desde Jacobin América Latina y que, desde diferentes ángulos y posiciones, buscan construir un balance de la experiencia política reciente en el Estado español.

Serie: Dossier España

La creación de Podemos en el Estado español fue el intento más importante realizado en Europa de construcción de un partido de masas antineoliberal a la izquierda del social liberalismo. Esa experiencia, que comenzó muy bien, finalmente ha terminado muy mal.

Podemos pudo surgir porque las izquierdas socialdemócrata y eurocomunista estaban en un callejón sin salida tras la crisis de 2008, en un marco caracterizado por el avance imparable del derechista Partido Popular (PP). Izquierda Unida (IU) se mostró incapaz para hacer frente a las políticas neoliberales, mientras que el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) fue uno sus ejecutores.

Ambos partidos cargaban la pesada herencia de haber contribuido a la creación del régimen político de la Transición por el pacto del Partido Comunista (PCE) –alma mater de IU– y del partido socialista con las fuerzas provenientes del franquismo. Pacto plasmado en la monárquica Constitución Española de 1978 (CE). Ambos partidos formaban parte de ese régimen y, en el caso del PSOE, ha sido uno de sus principales pilares. Por otro lado, existía una amplia apatía y desmovilización social provocada por la equivocada estrategia de pacto social a toda costa (la «concertación social») de los sindicatos mayoritarios, Comisiones Obreras y Unión General de Trabajadores.

Ello posibilitó la reforma reaccionaria del artículo 135 de la CE, que convirtió el pago de la deuda pública en prioridad de los Presupuestos Generales del Estado y la imposición de dos regresivas Reformas laborales, cuyo resultado fue la jibarización de la negociación laboral colectiva, la reducción del papel de los sindicatos en las empresas y la eliminación de importantes derechos de la clase trabajadora, lo que produjo una gran devaluación salarial, aumento de la desigualdad, mayor peso de las rentas del capital que las salariales en el Producto Interior Bruto (PIB), incremento de la precariedad laboral y extensión de la pobreza, con especial incidencia en la juventud, prácticamente expulsada del mercado de trabajo.

El ciclo político que inauguró el 15-M

Por todo lo expuesto surgió en 2011 el movimiento de los indignados del 15-M, como protesta ante el deterioro de la situación social y como revulsivo frente al pantano político. El 15-M fue catalizador de nuevas expectativas políticas y supuso la aparición en la escena de la movilización social de una nueva generación, que no se identificaba con los partidos parlamentarios («no nos representan»), que se veía especialmente afectada por las políticas de austeridad («esta crisis no la pagamos»), se enfrentaba a las élites financieras beneficiarias de las ayudas estatales para rescatar a la banca («esto no es una crisis, es una estafa») y denunciaba los límites del régimen político («le llaman democracia y no lo es»).

Fue un movimiento con vocación anti régimen del 78, configurado en torno a demandas democrático-radicales y que puso en cuestión un modelo electoral del bipartidismo imperfecto –encarnado por el PSOE y el PP–, que facilita el turnismo en el gobierno del Estado y es causante de la esclerosis política del país. También se constituyó como movimiento antiausteridad frente a las políticas económicas y sociales depredadoras iniciadas en 2008 y contra los rescates de la banca española, que costaron 65 mil millones de euros a los fondos públicos.

El 15-M planteó la necesidad de una nueva Constitución, lo que posibilitó el debate sobre la necesidad de una ruptura democrática y la apertura de un periodo destituyente/constituyente. Significó una enmienda a la totalidad de los partidos y sindicatos del sistema y abrió las vías de una movilización popular sostenida por diversos sectores (las denominadas «mareas» de enseñanza, sanidad, trabajadores de la función pública, etc.), que lo hicieron relativamente al margen de las burocracias y con nuevas formas de organización y coordinación.

Pero el 15-M también mostró los límites de un movimiento social sin una expresión política y, en concreto, una representación electoral. En 2013, la situación política estaba bloqueada y la movilización social daba síntomas de estancamiento porque las fuerzas del régimen se habían repuesto de su impasse inicial y comenzó el debate de la necesidad de una herramienta política. En ese contexto, Anticapitalistas propuso a diversos activistas de distintos sectores políticos, entre los que se contaba Pablo Iglesias, impulsar una candidatura a las elecciones del Parlamento europeo de 2014 para trasladar al plano político la reivindicación social.

La propuesta, que dio origen a Podemos, estaba basada en la necesidad de construir organizaciones antineoliberales democráticas de masas con capacidad para dar las batallas electorales de forma complementaria de las luchas sociales impulsadas desde los movimientos. Por ello Anticapitalistas le dio gran importancia a la idea de crear un partido-movimiento estructurado desde la base, en lo que luego se denominaron Círculos: porque efectivamente existía una gran potencia en el sector social y político sin representación. Nadie debía arrogarse la representación del movimiento del 15-M, pero Podemos fue beneficiario del espíritu de los indignados. Ello abrió una ventana de oportunidad para modificar sustancialmente el mapa político en el Estado español.

Podemos vino a llenar el vacío señalado y se presentó como la herramienta para crear una nueva correlación de fuerzas en el ámbito político que, de consolidarse, habría podido ayudar a incentivar una consolidación de la organización y la movilización social. Una nueva generación militante proveniente de los movimientos sociales hizo la experiencia de trabajo en y desde las instituciones locales, regionales y europeas.

Pero Podemos envejeció rápidamente hasta la decrepitud. Acabó aceptando el marco discursivo y los límites de la CE de 1978, de la economía de mercado y de la Unión Europea como únicos horizontes posibles. Ello ha supuesto un fracaso del «proyecto Podemos» y una derrota para la izquierda que lo impulsó. Y, sin embargo, fue ineludible intentarlo. Y conveniente.

Podemos en toda su complejidad

La primera característica de Podemos es que recogió el sentimiento de indignación existente tras la crisis de 2008, y la percepción socialmente extendida de que una minoría salió beneficiada gracias a que una mayoría perdió (y mucho). Y que esta cuestión social está íntimamente ligada a la cuestión democrática. Pablo Iglesias, el 22 de noviembre de 2014, en su momento más radicalizado, cuando las encuestas daban como primera fuerza política a Podemos, desde un lenguaje netamente populista de izquierdas pero funcional para las posiciones de la izquierda revolucionaria, afirmó que «la línea de fractura opone ahora a los que, como nosotros, defienden la democracia (…) y a los que están del lado de las elites, de los bancos, del mercado; están los de abajo y los de arriba (…); una elite, y la mayoría» .

Una segunda característica singular del nacimiento de esta formación política es el papel relevante y determinante jugado por una pequeña pero activa organización marxista revolucionaria, Anticapitalistas, en la creación y primera etapa de desarrollo de Podemos. Tanto el documento fundacional Mover ficha, convertir la indignación en cambio político como el Programa Electoral para las elecciones del Parlamento Europeo del año 2014, reflejan la hegemonía de los planteamientos marxistas revolucionarios en las reuniones y asambleas de militantes.

La tercera característica es que Podemos nació como un partido abierto a la incorporación de corrientes diversas de la izquierda social y política. Ello se plasmó en la entrada de militantes de IU y de activistas ecologistas y feministas, a la vez que captó la atención de la generación veinteañera ajena a la política.

Tres eran las condiciones sine qua non para que el proyecto Podemos pudiera construirse y ser útil: que mantuviera su radicalidad discursiva, que estableciera lazos orgánicos estables con los sectores obreros y populares con mayor conciencia y combatividad y que se configurara internamente de forma democrática para posibilitar la deliberación, la participación de la afiliación en las decisiones y la coexistencia creativa y fraternal de la amplia pluralidad ideológica y política presente desde el primer momento en su seno (representada por Pablo Iglesias), a la de Iñigo Errejón y a Anticapitalistas, cuyos portavoces públicos más conocidos eran Teresa Rodríguez y Miguel Urbán.

Desde su origen, Podemos se convirtió en un campo de batalla entre sus tres «almas». La representada por la corriente anticapitalista –más amplia que la organización que la animaba–, que proclamaba la importancia del programa y de la organización en la construcción coral del nuevo partido, así como la necesidad de impulsar la autoorganización y movilización social, la implantación en el pueblo trabajador y la combinación de estas tareas con las de una pausada acumulación electoral e institucional, que debería ponerse al servicio de los anteriores objetivos mediante una relación bidireccional entre partido y pueblo trabajador.

Frente a esta propuesta se constituyó una alianza entre el sector populista de izquierda –de Iñigo Errejón– y el sector de Pablo Iglesias en la primera Asamblea Ciudadana de Podemos (el congreso de ámbito estatal), conocida como Vista Alegre I. Esta alianza se plasmó en la creación de una clique burocrática compuesta por dos fracciones, en constante remodelación según la correlación de fuerzas interna, que se planteó como misión el control absoluto de Podemos. El objetivo a corto plazo de la alianza era batir las posiciones marxistas revolucionarias.

El objetivo específico de Pablo Iglesias era constituirse como líder indiscutido con total autonomía, sin explicitar un proyecto que no fuera el de realizar el sorpasso electoral al PSOE y llegar a gobernar rápidamente. Para ello no dudó en radicalizar o moderar su discurso a conveniencia. Jamás planteó un proyecto de sociedad, un programa de gobierno o una estrategia a seguir, ni se consideraron las condiciones y medidas para hacer frente a los ataques del capital. Tampoco se extrajeron las lecciones de la intervención de la Troika en el caso griego de Syriza.

La vieja confusión reformista entre acceder al gobierno y tener el poder se repetía; eso sí, con discursos radicales que conectaban con el espíritu impugnatorio del momento. Toda su acción política ha estado presidida, con un discurso más o menos izquierdista, por ejercer un hiperliderazgo personal (en una simplista imitación de los aspectos menos interesantes de la experiencia bolivariana) pero también por lo que podríamos calificar como un «relativismo programático», que permite sacar y hacer desaparecer de un cajón de sastre propuestas según la conveniencia táctica del momento y sin relación alguna con un proyecto de sociedad ni de estrategia para lograrlo. La hipótesis «estratégica» era «hemos nacido para gobernar». O sea, acceder al gobierno como un fin en sí mismo.

En esta tarea Iglesias encontró, durante una primera etapa, un aliado muy funcional en Errejón –seguidor, en aquella época, de las tesis de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe sobre la total autonomía de lo político y la negación del papel que juegan las clases sociales y las disputas económicas para los marxistas en el modo de producción capitalista–. Desde este sector, los discursos (e incluso los artículos en la prensa) se llenaron de abstractas disquisiciones sobre la construcción del «sujeto pueblo» mediante la creación de una base electoral interclasista ideológicamente transversal en torno a la movilización de los sentimientos por parte de un líder capaz de enfrentar al pueblo con una exigua minoría oligárquica. Ello comportaba asumir la improcedencia de las categorías «izquierda» y «derecha», de los análisis de clase, etcétera.

Errejón teorizó la posibilidad de una rápida victoria electoral a la que había que subordinar todo: eficacia versus democracia, jerarquía versus organización de base, máquina de guerra electoral versus partido de masas, participación plebiscitaria versus deliberación democrática. Tras la primera victoria interna de la clique, los círculos de base dejaron de tener capacidad para tomar decisiones y la elección de las direcciones se realizó al margen de ellos, a través del voto on line de las personas que se inscribieran mediante un formulario en la página web. Ese era el único compromiso de la afiliación: elecciones personalistas y sin debate. Una opción absolutamente antitética a la del partido militante y a la del partido de masas organizado. Imposible, pues, el control y revocación de los dirigentes por las bases.

Tras las expectativas creadas por el excelente e inesperado éxito en los comicios para el Parlamento europeo, las elecciones al parlamento español de 2015 y 2016, si bien supusieron un importante resultado para Podemos, no conllevaron el ansiado sorpasso al PSOE. En este punto, cabe señalar que muy pronto Pablo Iglesias y su equipo obstruyeron, mediante el abuso de reglamentos antidemocráticos, la posibilidad de representación anticapitalista en el parlamento estatal, en el que hubo una presencia limitada y en una sola legislatura (cosa que no logró en lo referente a las elecciones autonómicas y locales). Comenzó el declive electoral, junto a una búsqueda del voto mediante el abandono de cualquier radicalidad. El «momento populista» quedó reducido a la mera moda populista. Las urnas redujeron a cenizas las teorizaciones.

En el siguiente congreso, el sector de Iglesias viró a izquierda y depuró al sector de Errejón. El choque entre esos dos aparatos burocráticos por el control del partido expresaba lo que Jaime Pastor y quien escribe sintetizamos en «Pablo Iglesias vs. Iñigo Errejón: entre el eurocomunismo redivivo y el neopopulismo de centro». El grado de enfrentamiento sectario entre las dos facciones de los exaliados a través de la prensa y las redes sociales previo a la celebración de la II Asamblea Ciudadana llevó a que peligrara la celebración de la misma.

Por unos meses, el viraje hacia la izquierda de Pablo Iglesias favoreció la política de Anticapitalistas. Pero Iglesias atacó al pluralismo. Primero marginó a Errejón, auténtico Epimeteo de esta historia, que cuando vio tardíamente el tipo de partido que él había diseñado y pudo comprobar lo que brotaba de la caja de Pandora podemita, decidió su ruptura con Podemos. Acto seguido comenzó la depuración, mediante medidas burocráticas, sobre Anticapitalistas.

Muy pronto comenzó una evolución con giros a derecha e izquierda de Pablo Iglesias hacia sus concepciones juveniles de raíz eurocomunistas. Incluso realizó la recuperación de la figura de Santiago Carrillo, el secretario del PCE que, junto a los dirigentes comunistas Enrico Berlinguer y Georges Marchais, fue padre del eurocomunismo, la «nueva forma» de lograr acceder al gobierno a través del sistema parlamentario, que recuerda la teoría de la «vieja fórmula probada» de la derecha socialdemócrata alemana de principios del siglo XX.

El término «socialismo» desapareció del diccionario de Podemos, a la vez que Iglesias glosó las bondades de la CE como escudo social democrático, como si la misma pudiera ser «troceada» y cada artículo no tuviera conexión con otro ni respondiera a una lógica de legitimación del régimen liberal posfranquista. Podemos pasó de la impugnación de la Constitución, tema clave, a la reforma parcial de la misma «cuando sea posible».

Si bien Iglesias usó en su discurso el maletín conceptual de Laclau, probablemente no fue un discípulo aplicado del mismo, aunque sí un beneficiario. Las teorías del filósofo posmarxista maridaban bien con la vía electoralista al «poder» y con el papel preminente del líder en el proceso. Los llamamientos abstractos a la democracia como la herramienta para transformar la sociedad en el marco de las instituciones de la democracia liberal –que no se ponen en tela de juicio–, conducen a la impotencia del populismo de izquierdas y del eurocomunismo para poder gobernar mejorando sustancialmente las condiciones de vida de las gentes de forma duradera en situación de crisis económica y, aún menos, para transformar la sociedad.

Tiene razón Stathis Kouvelakis al criticar a Laclau porque su concepto de «democracia radical», que excluye la ruptura con el orden socioeconómico capitalista y con los principios de la democracia liberal, supone una autolimitación. Kouvelakis recuerda que, al contrario de lo que afirma el filósofo, es la lucha de clases la que actúa como «agente de des-reificación del sujeto de la política», y no la llamada «razón populista».

En cada uno de los comicios siguientes –incluidos los de 2019, en los que Pablo Iglesias encabezó la alianza de Podemos con IU, denominada Unidas Podemos (UP)– la pérdida de votos y escaños es constante y abrumadora. El peso y presencia en los medios de comunicación decae, Podemos ya no condiciona la agenda política ni los temas del debate público y el prestigio de la organización –en sus inicios, muy alto– decae en cada encuesta de opinión. En ese momento comenzó la búsqueda desesperada de espacios más tradicionales de izquierda y de centro izquierda en busca del voto faltante. El mismo resultado y destino tendría Más País, la escisión de Iñigo Errejón.

Errores y debilidades de Anticapitalistas

La tarea era hercúlea. Levantar de la nada un partido de masas en una situación de crisis social, pero con escasa cultura y tradiciones de militancia organizada. En un marco de crisis del régimen político, dada la desafección de la juventud y la amplitud del conflicto catalán con el estado central, pero con los aparatos de estado posfranquistas incólumes, sin fisuras. Con una crisis del bipartidismo que provoca una situación de ingobernabilidad, pero con un partido socialista «estabilizador» que mantiene la confianza mermada pero mayoritaria del pueblo de izquierdas… Pero, lo más importante: todavía no se había producido la crisis del «conjunto de la nación como tal». Todo ello dificultaba objetivamente el éxito del proyecto de Anticapitalistas para hacer de Podemos una palanca emancipadora.

Sin embargo, deben ponerse de relieve algunos errores que, al margen de las dificultades objetivas, cometió Anticapitalistas. Un primer fallo fue aceptar de facto e ingenuamente el estrecho marco que la clique impuso mediante la legalización de forma secretista y maniobrera de unos Estatutos antidemocráticos y jerárquicos, que concedían la titularidad jurídica al equipo de Iglesias. Hubo una sobreestimación voluntarista de la capacidad de acción de las pequeñas fuerzas militantes organizadas, no tanto para vertebrar la inicial respuesta espontánea y masiva de las y los activistas, sino frente a los hiperliderazgos construidos en los medios de comunicación y el vínculo plebiscitario existente (y fomentado) entre el «líder carismático» y «las masas» cuando no hay un proceso de politización profundo, de formación de cuadros dirigentes, de estructuración sistemática de la militancia y de relación orgánica con sectores amplios del pueblo de izquierdas, y, sin embargo, sí que existe un profundo sentimiento de necesidad de cambio y de nuevas direcciones y de nuevos representantes.

Este factor fue clave en el nivel de autonomía que alcanzó Pablo Iglesias en su figura de Secretario General –que se elige al margen del resto de la dirección, de forma plebiscitaria– para imponer su dinámica en Podemos, arrinconar toda propuesta de estructuración democrática y justificar todo tipo de bandazos políticos en función de sus intereses en cada coyuntura. Ese caudillismo conectó muy bien con sectores procedentes de experiencias posestalinistas.

La dirección de Anticapitalistas hizo una buena lectura de la coyuntura, que llevaba a la conclusión de fundar Podemos, pero no de los requisitos políticos para abordar ese «salto». De esta cuestión, y pensando en las tareas pos-Podemos, se puede extraer una lección: la necesidad de contar con una importante preparación partidaria ideológica y estratégica previa a emprender decisiones de esa envergadura. Pero dado que las situaciones en las que van a presentarse nuevas ventanas de oportunidad que permitan saltos cualitativos no pueden adivinarse mágicamente ni predecirse científicamente, es imprescindible crear de manera consciente y planificada la consistencia partidaria con pensamiento estratégico, ingenio táctico y creatividad organizativa, de manera que las oportunidades y posibilidades se transformen en fortalezas y realidades.

Las razones de un adiós, nos veremos en las luchas

Raúl Camargo explicó en una entrevista las razones de fondo de la salida de Anticapitalistas de Podemos. Por una parte, la inexistencia de vida interna democrática en una organización cuyos órganos rara vez se reúnen ni deliberan, en la que no se respeta la proporcionalidad para la elección de cargos de dirección interna ni para las candidaturas electorales (decididas por el secretario general), factores todos ellos que impiden el desarrollo de una vida orgánica pluralista.

Por otra parte, porque el proceso de aceptación del marco constitucional del régimen del 78 y de adaptación flexible a la economía de mercado del equipo de Iglesias ha ido acompañado de un acercamiento al PSOE, que ha culminado en la formación de un gobierno conjunto en el que UP juega un papel subordinado y secundario. Un gobierno cuya política económica y social viene determinada por los límites que en cada momento marca la Comisión Europea, el Consejo, el Eurogrupo o el BCE. En la corta experiencia del llamado gobierno de progreso, UP ha realizado una catarata de concesiones, renunciando incluso a cuestiones del programa acordado con el PSOE y consintiendo, en silencio, importantes retrocesos políticos y decisiones económicas.

Es pertinente recordar la afirmación de Roger Martelli y Samy Johsua de que de poco sirve reagrupar al «pueblo» si no es alrededor de un proyecto que ponga fin a su alienación. Y podríamos añadir: ni tener presencia electoral ni formar parte de un gobierno significan nada en ese caso. Lo que nos remite a retomar categorías como clase social, explotación, mayoría social como agregado de la clase trabajadora y todos los sectores sociales con cuentas pendientes con el sistema, nuevo bloque hegemónico… O sea, el pueblo como real sujeto político antagonista y candidato al poder en todos los sentidos, y no solo a la ocupación de unas pocas carteras ministeriales marginales de un gobierno sin poder.

Podemos se ha convertido en un aparato electoralista jerarquizado, plebiscitario y sin militancia, cuyos órganos directivos, sin vida propia, se identifican con el grupo parlamentario y los miembros del gobierno. Podemos (si bien ostenta la representación de una parte de la izquierda, aunque de forma menguante) constituye hoy un impedimento para el desarrollo de la autoorganización popular: desde su dirección se ha reducido la lucha política a la meramente institucional, manteniendo una relación instrumental con las organizaciones sociales. Ello es complementario y funcional con la orientación gobernista de Iglesias, caracterizada por «gobernar a toda costa» para insertarse en la estructura de gestión progresista del aparato de Estado, limitando la agenda de trabajo a criterios posibilistas y renunciando a la transformación de sistema político, económico y social como objetivos. Asumiendo constantemente la lógica del «mal menor», tal como en este momento puede verificarse en la gestión de la crisis social del COVID-19.

Podemos, carente de ideas y propuestas transformadoras, tiene actualmente como principal objeto de reflexión su ubicación en la estructura estatal y los avatares del propio Podemos. Un partido que, en la clasificación que hizo Antonio Gramsci en sus Notas breves sobre la política de Maquiavelo, se dedica a la «pequeña política» a «las cuestiones parciales y cotidianas, que se plantean en el interior de una estructura ya establecida por las luchas de preeminencia entre las diversas facciones de una misma clase política». Ha abandonado la «gran política» la que realmente «trata de cuestiones de Estado y de transformaciones sociales». Y ha incurrido en el error –del que ya advertía Gramsci– de que «todo elemento de pequeña política» se convierta «en cuestión de gran política».

La acción política de Anticapitalistas se encontraba paralizada en el seno de un Podemos, que había mutado de naturaleza y de fines y que impedía, en la práctica, la existencia de otras voces. La conclusión a la que llegó la militancia, dada la gravedad de la situación social y política del país –hoy multiplicada por la pandemia–, podría reconocerse en las palabras de Walter Benjamin: «Que todo siga así es la catástrofe». Por ello decidió abandonar Podemos.

La situación política no favorece a las posiciones de izquierda. Presenta grandes dificultades y retos en ausencia de la mediación de un partido de masas. Pese a ello, Anticapitalistas puede seguir jugando, como ha señalado Brais Fernández, un papel activo en la crisis del régimen del 78. Para ello, deberá impulsar nuevas alianzas políticas y sociales frente a las políticas de austeridad, deberá trabajar por la creación de nuevos agrupamientos, promover la organización de luchas sindicales, sociales, ecologistas, feministas y juveniles y en defensa de lo público, y ser un referente ideológico y cultural en los debates existentes para definir un nuevo proyecto ecofeminista y social.

La creación de Podemos en marzo de 2014 fue un acierto que no llegó a buen puerto. Se perdió una excelente oportunidad. Sin embargo, en términos de periodo histórico, la tarea sigue pendiente. Aquello fue un ensayo: la obra sigue.

Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que lo que fue necesario y posible tras el auge del movimiento social, esto es, poner en pie una alternativa político electoral antineoliberal de masas pluralista y democrática, sigue siendo hoy una necesidad, pese al muro de dificultades presentes. Tras el cambio de ciclo político, la rápida institucionalización y derechización de la dirección de Podemos, el desencanto existente de miles de activistas y la negativa incidencia de la pandemia del COVID-19, que han producido la pasividad del movimiento social, la tarea en 2020 se parece más a una carrera de medio fondo que a una de velocidad como la vivida en 2014 y 2015 en el Estado español. La izquierda marxista revolucionaria tiene la obligación de «volver a empezar» pero, como decía Daniel Bensaïd, no solo tiene la obligación: también tiene el derecho, ganado pacientemente, de volver a intentarlo.

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