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En el diario italiano Il Messaggero, Mafalda fue consagrada como “la contestataria por excelencia”.

El mito rebelde de Mafalda

La entrañable historieta Mafalda alcanzó fama mundial durante los años de ascenso del neoliberalismo. Pero su éxito se debió a su obstinado compromiso con las causas sociales que la austeridad y el individualismo rampante parecían haber enterrado.

 

La consagración global de Mafalda es el fenómeno que hilvana las últimas décadas de su historia. En cada aniversario, su popularidad fue acrecentándose y modificándose su significación social y simbólica. No pretendo —no podría— atender aquí a los vastísimos episodios —celebraciones, ediciones, exposiciones, interpretaciones— que rodearon ese ascenso global. Pero sí aspiro a entender por qué la tira mantuvo vigencia y cuáles fueron sus principales sentidos a lo largo tiempo. Con ese desafío, siguiendo mi apuesta inicial, estudio aquí los nuevos formatos y canales de circulación en el mercado, la ampliación de los públicos y las resignificaciones que tuvo Mafalda dentro y fuera de Argentina entre fines de 1980 y comienzos de 2010. La pregunta por la vigencia coloca en el centro la tensión entre un personaje que se mantiene vivo —al que podemos festejarle los cincuenta años—, pero cuyo poder simbólico exige que la tira se haya dejado de producir en el pasado para posibilitar reapropiaciones constantes.

El problema involucra al estatuto simbólico de Mafalda, que, según la hipótesis que guía este capítulo, adquirió en los últimos veinticinco años entidad sagrada. Se convirtió en un mito. Entiendo por mito, como lo describió Mircea Eliade, una historia de “inapreciable valor” que ofrece modelos ejemplares para la conducta humana porque confiere significación a la existencia. El mito, nos dice, expresa, realza y codifica las creencias, salvaguarda los principios morales y ofrece reglas prácticas para los hombres en su vida social. El autor terminó su libro en 1963 llamando la atención sobre la conexión de los mitos y los medios masivos de comunicación. Citando el primer ensayo de Umberto Eco sobre Superman, explicaba que los cómics canalizaban las “nostalgias secretas” del “hombre moderno” que, ante la frustración, soñaba con convertirse en un “héroe”, es decir, un “personaje excepcional”.

Retomaré estas ideas a lo largo de este capítulo, pero adelanto mi argumento. La historia de Mafalda en estas últimas décadas eslabonó diferentes hitos de la creación social y cultural de un mito. La historieta —y el relato de su surgimiento— expresó un tiempo originario que condensó “hazañas” (conductas, virtudes, moralidades) significativas para las clases medias en diferentes países, cuyas condiciones materiales de existencia y sus identidades forjadas treinta años atrás estaban siendo fracturadas. La creación de instancias rituales posibilitó que esas significaciones pudieran ser revividas, transmitidas y actualizadas socialmente; permitió que, aniversario tras aniversario, asumiesen nuevos sentidos que la hicieron perdurar. Fue ese proceso, estudiado en estas páginas, el que hizo de Mafalda un fenómeno cultural significativo a escala global con vigencia hasta hoy.

Consagración global en el contexto neoliberal

Las celebraciones de Mafalda adquirieron estatura global con el vigésimo quinto aniversario. La organización de homenajes en Argentina, España e Italia, en forma más o menos encadenada, maximizó el impacto de las agencias de prensa internacionales en la difusión del hecho. Las múltiples reverberaciones de las noticias —sobre el aniversario, las celebraciones, la historia de la tira— formaron un espiral ascendente en el que cada evento retroalimentaba los que seguían. En esa especie de competencia mediática, Mafalda se convirtió en un titular obligatorio, lo que, por ese solo efecto, le confería mayor atractivo mediático y, con ello, importancia simbólica. La historia del origen de la tira colaboraba por sí misma. Tenía todos los ingredientes para dar brillo a una nota: un personaje concreto y famoso del que se conocían anécdotas jugosas, incluso glamorosas, pero que también tenía valor político y cultural y movilizaba la subjetividad de los lectores.

El hecho de que la historieta careciera de una fecha exacta de creación y que involucrase, más bien, un proceso como origen (desde los primeros bocetos hasta su aparición en la prensa) facilitó que, por largo tiempo, las celebraciones se extendieran casi como un continuo en el tiempo. Como vimos en el capítulo anterior, el carácter procesual del nacimiento dio cierta elasticidad respecto a la fecha, que facilitó la multiplicación de los homenajes. Así, la publicación de Mafalda inédita y la realización de la muestra retrospectiva, que habían sido el eje de los festejos en Argentina, se replicaron al año siguiente en Italia y España. Por entonces, Europa vivía un auge de la memoria y de las evaluaciones retrospectivas al cumplirse doscientos años de la Revolución Francesa y dos décadas del Mayo Francés.

Las conmemoraciones, que siempre favorecen los balances del pasado y las proyecciones del futuro, con el sortilegio producido por las cifras redondas, quedaron colocadas en el centro de la opinión pública y de los debates políticos. Las controversias radicaban en el legado —el sentido político que tenía en el presente— del pasado revolucionario. La cuestión adquiría densidad en relación con la generación rebelde de 1968. No solo porque su estatuto histórico estaba aún escasamente cristalizado, sino porque las sociedades europeas atravesaban, justamente, por un proceso político y social que confrontaba con las banderas levantadas dos décadas atrás por el movimiento estudiantil y obrero. El efecto político de la conmemoración estallaba en un campo ideológico dividido, pero en una coyuntura marcada por la crisis del socialismo —el muro de Berlín había caído en 1989— y el ascenso de la derecha. Por un lado, estaban quienes se aprestaban a criticar la fabricación de una “generación sacrosanta” y, con ella, la de ocasiones “nostálgicas”, “melancólicas”, que revalorizarían las “aventuras de izquierda”. Y, por el otro, quienes estaban dispuestos a reivindicar el “espíritu” de 1968 con la celebración de la acción colectiva, el ideal libertario y la imaginación utópica.

La celebración de Mafalda se insertó en ese contexto. El juego de imaginar el destino de los personajes puso en acción, al igual que en Argentina, proyecciones y evaluaciones sobre la generación de los años sesenta. En España, en donde el aniversario quedó instalado tempranamente en los medios, la cuestión quedó enlazada a la discusión argentina. Recordemos que las declaraciones de Quino imaginando a Mafalda una desaparecida —que asumieron enorme significación y circulación— habían aparecido por primera vez en un medio español, Cambio 16, en una nota firmada por la argentina Norma Morandini. Un año después, cuando estaba por salir Mafalda inédita publicada por Lumen, una nota del diario ABC planteaba que Quino, al imaginar a Mafalda como una desaparecida, estaba olvidándose de que “su niñita se sumó en su día a los corifeos golpistas desde las páginas de Primera Plana”, en la campaña de prensa que había conducido al poder al general Onganía. La crítica, que el dibujante, como vimos, se había realizado a sí mismo, colaboraba a producir una distancia con el universo de los “mafaldos” —en las palabras de la nota—, a los que caracterizaba como “adultos con cuerpos de niños”.

Claro está que las proyecciones no solo involucraron la realidad argentina. Por el contrario, se entrelazaron con la significación que la historieta tenía en España. La propia Morandini había valorizado las claves compartidas: “Feminista antes de tiempo, crítica de la televisión, preocupada por la ecología, el destino de la Humanidad y la invasión de los amarillos, Mafalda pertenecía a una típica familia de la clase media que bien podría haber nacido en Madrid, Buenos Aires o Roma”. Con nostalgia, recordaba una tira en la que la “niña intelectualizada” reconocía que “si uno no se apresura a cambiar el mundo, después es el mundo el que le cambia a uno”. La misma ironía cáustica se reconocía en los testimonios españoles, recogidos por la periodista, que proyectaban en Mafalda las críticas a los rebeldes de 1968. Como el lector recordará, muchos imaginaban que había renegado de sus ideales.

El aniversario, con la reiteración ad infinitum de la historia del origen, movilizaba la rememoración de quienes habían sido jóvenes en los años sesenta. Recobraba los tiempos de la certeza de un futuro mejor que anudaba lo colectivo y lo personal, lo político y lo íntimo. La memoria devolvía una sensación nostálgica porque al recuerdo de las épocas juveniles se sumaba la conciencia del fracaso político de los programas de cambio radical. La perdurabilidad del éxito de la historieta, que seguía vendiéndose como en los “mejores tiempos”, es decir, “aquellos en los que se consideraba a esta niña argentina una auténtica contestataria”, permitía compartir la denuncia del orden neoliberal. Incluso, esa visión podía estar en el cierre de otra de las notas del diario ABC: “Esperemos que, aunque solo sea en la memoria de Quino, esta niña […] siga pensando que los Beatles podrían haber sido los mejores presidentes del mundo”.

No era posible que ese pasado volviera. Ni siquiera Mafalda podía cobrar nueva vida, como Quino reiteraba una y otra vez. En ello radicaba el atractivo de jugar a imaginarla adulta. En ese mecanismo, Mafalda inédita representó una innovación: permitió recuperar la emoción de encontrar tiras desconocidas y actualizar el acto social de su lectura. Reinstalaba una comunidad de pertenencia entre aquellos semejantes que dominaban un conocimiento suficiente de la historieta para interesarse por un libro de culto, pero que, también, compartían un espacio ideológico que le daba sentido a su lectura. Con este ángulo, la historieta podía enlazarse con otras expresiones culturales, legadas por los años sesenta, que simbolizaban la pertenencia a un espacio de izquierda, progresista, coaligado como resistencia al ascenso neoliberal. Ese lazo, por ejemplo, era referido en El País, de Madrid, cuando informaba que el libro tenía un dibujo del personaje destinado a El sur también existe, de Joan Manuel Serrat con poemas de Mario Benedetti, que no había llegado a incluirse en ese disco. Había existido “un equívoco entre un catalán y un andaluz”, según las palabras del propio Quino, una anécdota que delataba por sí misma esa sensibilidad surgida de empatías artísticas e ideológicas. No es casual que, en ese contexto, Mafalda comenzara a publicarse en La Vanguardia, el histórico diario catalán ubicado en el campo del Partido Socialista, que al reformar su diseño la sumó, en 1989, a la contratapa de su revista.

Los balances movilizados por el aniversario no eran solamente políticos. Las comparaciones con el pasado involucraron, también, a la clase media. Como señaló Horacio Eichelbaum, un periodista argentino radicado en España, Quino había filmado con Mafalda “día tras día los violentos altercados entre las ambiciones y los límites de una clase media emergente”. En sus términos, el éxito que mantenía la historieta en Europa se debía a que “las clases medias europeas [son] las que persisten en esa lucha entre las ambiciones y los límites de la realidad”. De modo diferente, argumentaba, en Argentina “esos límites se han hecho insalvables y las ambiciones se fueron al desván de los recuerdos”. Tenía razón: la clase media de los ochenta, y no solo la generación de jóvenes de los años sesenta, se reconocía en el fracaso de sueños variopintos que parecían haberla hundido. El fenómeno, sin embargo, no era solo argentino. En Europa el desempleo creció del 4,2% en 1970 al 9,2% a finales de 1980 y al 11% en 1990 para los países de la Comunidad Europea; asimismo empeoró la distribución del ingreso entre los ocupados y las condiciones de trabajo en el marco de la desindustrialización.

En Italia el lanzamiento de Mafalda 25, la compilación con dibujos inéditos publicada en italiano por la editorial Bompiani, visibilizó la historieta para la opinión pública. Mafalda mantenía su significación. En el país donde Quino continuaba pasando largas temporadas, la tira se había seguido publicando en el diario Il Messaggero y Mafalda estaba consagrada como “la contestataria por excelencia”. Como había planteado poco antes L’Unità, su protagonista era consideraba una “pequeña bruja feminista”, nacida en pleno auge del movimiento de las mujeres y una “niña terrible” que, colocada en una “familia normal”, se había convertido en una bomba pronta a explotar. Era por eso, sostenía, que su creador había tenido que silenciarla en 1973. Al editarse el libro de dibujos inéditos, la prensa retomó las declaraciones del propio Quino, quien, después de recordar que su creación era hija de la época de los Beatles, el “Che” Guevara y la descolonización de África, sostuvo que: “Todo esto ya no quiere decir nada. Ahora la gente solo quiere ganar la mayor cantidad de dinero posible en la menor cantidad de tiempo. No hay espacio para las ilusiones de los niños y mis ojos son siempre menos cándidos, menos ingenuos. Por todo ello no podría volver a dibujarla”.

La consagración global fue decisiva en América Latina. La prensa solía replicar los cables de las agencias internacionales con información sobre las celebraciones en diferentes países. La referencia al éxito en Europa era obligada. Valorizaba la noticia, pero, además, movilizaba el orgullo por lo latinoamericano. En México, el éxito de Mafalda, como recordará el lector, había sustentado el rápido crecimiento de la editorial Nueva Imagen. Pero en los años ochenta, con la fuerte devaluación del peso mexicano, la editorial quebró. Fue vendida —con cesión de los derechos de la tira— a editorial Tusquets, que sigue editándola en la actualidad. En ese contexto, Mafalda inédita circuló en México en la versión de Ediciones de la Flor. Su aparición fue celebrada, en 1988, en el marco de la participación de Quino en la Feria del Libro de Guadalajara. En esa ocasión, la revista Plural, editada por intelectuales de izquierda, puso en circulación muchos de los dibujos inéditos. Como explicaba el columnista en una larga nota, en México, al igual que en otros países, Mafalda hacía “las delicias de un lector variado que se siente identificado con sus posiciones contestatarias en el ámbito familiar y escolar, y en sus juicios y apreciaciones sobre la situación del mundo”. La significación ideológica de ese posicionamiento quedaba reforzada con el cierre de la nota en el que Quino confesaba su desazón y su postura política de un modo hasta entonces inédito, pero que sería cada vez más frecuente en el futuro: “El capitalismo me parece una mierda, me parece el peor de los sistemas, pero los países socialistas están haciendo un poco de marcha atrás en su ortodoxia […] Perdidos aquellos líderes como el Che Guevara, Ho Chi-Minh, Mao, Juan XXIII, estoy muy despistado”.

En síntesis, Mafalda revivía una sensibilidad que parecía derrotada por la crudeza pragmática de los planes neoliberales de ajuste y los discursos individualistas. Era posible convertirla en un legado vigente de resistencia. En ese marco, la publicación de los dibujos inéditos vigorizó el relato de los orígenes al ampliar su circulación y nutrirla de anécdotas en una narración ordenada. La historia tenía los ingredientes para transmutarse en mito. Al leerla, las personas podían recrear los acontecimientos colectivos, enlazados con su propia memoria, para darle significación al presente. Por eso, la reiteración mediática de esa historia parecía carecer de punto de saturación. En los años siguientes, el relato de origen, ese tiempo perdido, se recrearía en un escenario real.


Fragmento de Isabella Cosse, Mafalda: Historia social y política, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2014, 228-233.

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